Alice Munro: El latido de su propia sangre

Una columna de Pablo Simonetti
Recuerdo la primera vez que vi su nombre, un par de años atrás, en internet. La revista TIME la nombraba como una de las cien personas más influyentes del mundo, en una lista donde sólo había dos o tres escritores.
El breve artículo junto al retrato de una mujer mayor, de melena corta y teñida de blanco, afirmaba que la canadiense era autora de una docena de libros de cuentos y que ejercía una gran influencia entre los nuevos autores norteamericanos, al punto que Jonathan Franzen, el autor de Las correcciones, la consideraba “quien mejor escribe en América del Norte hoy en día”. Un año más tarde encontré en castellano: “Odio, amistad, amor, noviazgo, matrimonio”, sin embargo, y tal vez a causa de un despreciable vestigio de machismo, se lo regalé a una amiga, quien fue prácticamente abducida hacia otro espacio por su lectura. Y ahora que finalmente me he sentado a leerla, sólo me queda lamentarme por el tiempo perdido. Compuesta por once relatos, un prólogo y un epílogo, “La vista desde Castle Rock” es un intento de Munro de rehacer la línea de tiempo desde sus antepasados escoceses hasta el presente, una forma de rescatar la importancia de ciertos latidos en el flujo de una estirpe mediante un texto donde realidad y ficción “terminan confluyendo en un solo cauce”. La primera parte, titulada “Sin ventajas”, trata de las travesías y calamidades que tuvieron que enfrentar los colonos para asentarse en Canadá, y luego desciende en el árbol genealógico hasta llegar al padre de Munro, un joven hosco, trampero por afición. Si bien estos relatos resultan interesantes -las leyendas familiares son escrutadas bajo un estricto realismo, gracias a un lenguaje sin florituras, de pocos adjetivos y gran poder evocador-, no despiertan el mismo compromiso emocional que los reunidos bajo el título “Mi casa”, en la segunda parte. Aquí, Munro pasa a ser la protagonista, desde su juventud en una granja donde criaban zorros plateados hasta su vejez en los mismos parajes cercanos al gran lago Huron, acompañada de su marido geógrafo. Munro se revela como una maestra en la descripción de personajes. De su abuela, dice: “Era una mujer alta y erguida, de figura majestuosa, y aun así, con andares masculinos. Arremangándose la falda pasaba diestramente por encima de una cerca… Era una anglicana de nacimiento que asumió de todo corazón la competencia por la rectitud presbiteriana igual que era un marimacho de nacimiento que asumió la competencia del ama de casa rural. ¿Lo hizo por amor?, acaso se preguntara la gente”. Sus personajes se hallan tan bien representados y tan bien dispuestos en el escenario doméstico, su espacio dramático de preferencia, que sus temperamentos juegan un papel central en los conflictos. Pero aún mayor admiración despierta su fe en lo que narra. Avanza en el relato sin dudar que tarde o temprano dará con un abismo de sentido que sabrá anotar y perfilar y que finalmente actuará como caja de resonancia: “La enfermedad que la aquejaba” -su madre sufría de Parkinson- “era tan poco conocida entonces, y de efectos tan extraños, que ciertamente parecía justo la clase de mal que ella habría sido capaz de inventar, por morbosa tozudez y una verdadera necesidad de atención, de ampliar las dimensiones de su vida”. Este libro me recordó otra lectura reciente, “Desorden moral”, de Margaret Atwood, ganadora del Premio Príncipe de Asturias, coterránea y compañera de generación de Munro. Ambos libros tienen mucho en común, tanto en su estructura (una composición fragmentada con protagonistas recurrentes), como en sus temas (el mundo personal, cotidiano y familiar de una mujer relacionada con la literatura a lo largo del siglo XX), como en sus escenarios (la Canadá rural en mayor medida que la de las grandes urbes). Pero difieren en su estilo, en su forma de representación y en la manera de buscar sentido. Y a pesar de los premios para la industriosa Atwood, en esta comparación, me quedo con la humilde escritora de cuentos que es Munro. Para consagrarla, basta leer su reacción ante la noticia de que no está enferma de muerte, con la que cierra el libro: “Pero de momento, el maíz está en flor, el verano ya declina, el tiempo vuelve a dejar espacio a las riñas y las trivialidades. Los días ya no tienen duras aristas, ni zumba la sensación de destino en las venas como un enjambre de insectos pequeños e implacables. De vuelta al punto en que ningún gran cambio parece anunciarse más allá del cambio de las estaciones. Cierto grado de aspereza, cierta despreocupación, incluso otra vez la posibilidad fortuita del aburrimiento dentro de los confines de la tierra y el cielo”. Un digno negativo del final de Las memorias de Adriano.
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